La revuelta policial en Ecuador ha vuelto a alarmar a la comunidad latinoamericana. Y no es para menos. Después de una larga temporada sin asonadas militares, los sucesos de Honduras nos dejaron asombrados e indignados. En la actualidad el caso de Ecuador, muy diferente, pero siempre peligroso, ha alertado a la opinión pública latinoamericana e internacional.
El Presidente Rafael Correa fue retenido por un grupo de policías, maltratado y de algún modo humillado. Al final un equipo combinado de policías y elementos del ejército lo tuvieron que sacar de su situación de práctico secuestro, en medio de un tiroteo que produjo aproximadamente 8 víctimas mortales y más de 200 heridos.
Esta situación sería preocupante en cualquier lugar del mundo. Pero de alguna manera, en América Latina, y en Ecuador en particular, se vuelve más peligrosa. Ecuador ha sido un país con escasa institucionalidad democrática y tiene una larga tradición de golpes de estado. José María Velasco Ibarra, uno de los políticos y personalidades de mayor prestigio y calidad en Ecuador, fue cinco veces presidente constitucional, elegido democráticamente durante el siglo XX. Y de esas cinco veces cuatro fue destituido por un golpe de estado. Todos recordamos el golpe contra el exótico presidente Abdalá Bucaram el año 1997. Y el último golpe se produjo en el año 2005 contra Lucio Gutiérrez, un coronel carismático ahora acusado de tratar de aprovechar la situación para impulsar otro golpe.
En realidad las cosas funcionaron de un modo diferente a lo que es realmente un golpe de Estado. Más bien aparece en las noticias como una situación de protesta policial que se fue de las manos y que incurrió en un verdadero atentado contra la seguridad del presidente y contra el orden jurídico del país. No se puede pensar en un golpe de Estado planificado con antelación, como lo fue el de Honduras, sino en una situación peligrosa para la institucionalidad del Estado de Derecho, que fácilmente podría derivar en golpe de Estado.
La reacción latinoamericana ha sido muy clara y muy de defensa de la institucionalidad. Nadie quiere en nuestros países que se produzcan situaciones como las de Honduras, que dejan en el largo plazo dividida a la población y obstaculizan gravemente la elaboración de proyectos nacionales de realización común que saquen a nuestros países del subdesarrollo. Al mismo tiempo el ejército ecuatoriano respondió en esta ocasión con un respeto evidente a la institucionalidad y un claro apego a la constitución ecuatoriana y a las propias leyes. Educar a los ejércitos en lo que podríamos llamar su vocación democrática es una tarea latinoamericana y, afortunadamente, parece que los militares ecuatorianos han empezado a abandonar su tradicional tendencia a asumir el poder cuando las cosas se complican o cuando no les gustaba el estilo presidencial.
Hay canales democráticos para destituir a un Presidente y en nuestros países, si no existen, o si no están bien delimitados, deberían establecerse. Y así mismo, debemos en América Latina lograr un pacto muy claro de no reconocimiento de gobiernos que provengan de golpes militares. Los golpes de Estado, en general, no han traído más que miseria y disgregación social a nuestros países. Y los militares no han tenido ni capacidad ni visión para gobernar. Situación fácilmente entendible puesto que no están preparados para gobernar, sino para ser una fuerza obediente y no deliberante. Podría decirse otro tanto de muchos gobernantes civiles, que sólo impulsaron proyectos de nación en beneficio de las élites económicas y sociales. Pero en la medida que mejoremos nuestra democracia e institucionalicemos la participación ciudadana y las responsabilidades de los servidores públicos, la democracia y el voto ciudadano da mucha más garantía de gobernanza y de responsabilidad pública que el poder de las armas.
La tarea que nos dejan estas experiencias, que afortunadamente en el caso de Ecuador no se convirtieron en tragedia, es la de emprender el fortalecimiento de nuestras instituciones. Cuanto mejor funcionen nuestras instituciones no sólo mayor cohesión tendremos, sino que podremos avanzar con mucha más seguridad hacia el desarrollo. Si nuestro sistema policial y de justicia funcionara mejor, sería más fácil vencer la impunidad que rodea a tan alta proporción de delitos. Si tuviéramos mayor transparencia en todas y cada una de las instituciones, con información clara al público, que con sus impuestos paga los salarios de quienes las dirigen, habría mucha mayor confianza en los políticos. Si el diálogo social estuviera mejor organizado, fuera más ágil y sistemático, tendríamos mayores posibilidades de lograr acuerdos de país, tan necesarios hoy para construir el futuro.
La Conferencia Episcopal del Ecuador, en su reacción ante la situación, hizo un llamado a todos los ciudadanos “para que conserven la serenidad y asuman la paz social, no la confrontación, como actitud fundamental”. Y finalizaban su mensaje insistiendo en que “solamente un diálogo asiduo, audaz y constructivo podrá llevarnos a un mejor Ecuador”, al tiempo en que pedían mantener la libertad de expresión, precisamente para poder impulsar ese diálogo. El diálogo nacional, la participación de todos y todas en la construcción de la democracia y del desarrollo es, al final, la asignatura pendiente que nos dejan estos acontecimientos en los que se pone en riesgo tanto el estado de derecho como los importantes programas sociales que, en este caso, el presidente Correa ha impulsado en el Ecuador.
El Presidente Rafael Correa fue retenido por un grupo de policías, maltratado y de algún modo humillado. Al final un equipo combinado de policías y elementos del ejército lo tuvieron que sacar de su situación de práctico secuestro, en medio de un tiroteo que produjo aproximadamente 8 víctimas mortales y más de 200 heridos.
Esta situación sería preocupante en cualquier lugar del mundo. Pero de alguna manera, en América Latina, y en Ecuador en particular, se vuelve más peligrosa. Ecuador ha sido un país con escasa institucionalidad democrática y tiene una larga tradición de golpes de estado. José María Velasco Ibarra, uno de los políticos y personalidades de mayor prestigio y calidad en Ecuador, fue cinco veces presidente constitucional, elegido democráticamente durante el siglo XX. Y de esas cinco veces cuatro fue destituido por un golpe de estado. Todos recordamos el golpe contra el exótico presidente Abdalá Bucaram el año 1997. Y el último golpe se produjo en el año 2005 contra Lucio Gutiérrez, un coronel carismático ahora acusado de tratar de aprovechar la situación para impulsar otro golpe.
En realidad las cosas funcionaron de un modo diferente a lo que es realmente un golpe de Estado. Más bien aparece en las noticias como una situación de protesta policial que se fue de las manos y que incurrió en un verdadero atentado contra la seguridad del presidente y contra el orden jurídico del país. No se puede pensar en un golpe de Estado planificado con antelación, como lo fue el de Honduras, sino en una situación peligrosa para la institucionalidad del Estado de Derecho, que fácilmente podría derivar en golpe de Estado.
La reacción latinoamericana ha sido muy clara y muy de defensa de la institucionalidad. Nadie quiere en nuestros países que se produzcan situaciones como las de Honduras, que dejan en el largo plazo dividida a la población y obstaculizan gravemente la elaboración de proyectos nacionales de realización común que saquen a nuestros países del subdesarrollo. Al mismo tiempo el ejército ecuatoriano respondió en esta ocasión con un respeto evidente a la institucionalidad y un claro apego a la constitución ecuatoriana y a las propias leyes. Educar a los ejércitos en lo que podríamos llamar su vocación democrática es una tarea latinoamericana y, afortunadamente, parece que los militares ecuatorianos han empezado a abandonar su tradicional tendencia a asumir el poder cuando las cosas se complican o cuando no les gustaba el estilo presidencial.
Hay canales democráticos para destituir a un Presidente y en nuestros países, si no existen, o si no están bien delimitados, deberían establecerse. Y así mismo, debemos en América Latina lograr un pacto muy claro de no reconocimiento de gobiernos que provengan de golpes militares. Los golpes de Estado, en general, no han traído más que miseria y disgregación social a nuestros países. Y los militares no han tenido ni capacidad ni visión para gobernar. Situación fácilmente entendible puesto que no están preparados para gobernar, sino para ser una fuerza obediente y no deliberante. Podría decirse otro tanto de muchos gobernantes civiles, que sólo impulsaron proyectos de nación en beneficio de las élites económicas y sociales. Pero en la medida que mejoremos nuestra democracia e institucionalicemos la participación ciudadana y las responsabilidades de los servidores públicos, la democracia y el voto ciudadano da mucha más garantía de gobernanza y de responsabilidad pública que el poder de las armas.
La tarea que nos dejan estas experiencias, que afortunadamente en el caso de Ecuador no se convirtieron en tragedia, es la de emprender el fortalecimiento de nuestras instituciones. Cuanto mejor funcionen nuestras instituciones no sólo mayor cohesión tendremos, sino que podremos avanzar con mucha más seguridad hacia el desarrollo. Si nuestro sistema policial y de justicia funcionara mejor, sería más fácil vencer la impunidad que rodea a tan alta proporción de delitos. Si tuviéramos mayor transparencia en todas y cada una de las instituciones, con información clara al público, que con sus impuestos paga los salarios de quienes las dirigen, habría mucha mayor confianza en los políticos. Si el diálogo social estuviera mejor organizado, fuera más ágil y sistemático, tendríamos mayores posibilidades de lograr acuerdos de país, tan necesarios hoy para construir el futuro.
La Conferencia Episcopal del Ecuador, en su reacción ante la situación, hizo un llamado a todos los ciudadanos “para que conserven la serenidad y asuman la paz social, no la confrontación, como actitud fundamental”. Y finalizaban su mensaje insistiendo en que “solamente un diálogo asiduo, audaz y constructivo podrá llevarnos a un mejor Ecuador”, al tiempo en que pedían mantener la libertad de expresión, precisamente para poder impulsar ese diálogo. El diálogo nacional, la participación de todos y todas en la construcción de la democracia y del desarrollo es, al final, la asignatura pendiente que nos dejan estos acontecimientos en los que se pone en riesgo tanto el estado de derecho como los importantes programas sociales que, en este caso, el presidente Correa ha impulsado en el Ecuador.
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:: José María Tojeira
http://www.diariocolatino.com/es/20101005/opiniones/84981/
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